sábado, 12 de marzo de 2016

annie leibovitz - estadounidense, 1949





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jenny londoño - ecuador, 1952


Vengo desde el ayer

desde el pasado oscuro y olvidado 
con las manos atadas por el tiempo 
con la boca sellada desde épocas remotas

Vengo cargada de dolores antiguos, 
recogidos por siglos, arrastrando
cadenas largas e indestructibles. 
Vengo desde la oscuridad, 
del pozo del olvido 
con el silencio a cuestas, 
con el miedo ancestral 
que ha corroído mi alma 
desde el principio de los tiempos.

Vengo de ser esclava por milenios, 
esclava de maneras diferentes: 
sometida al deseo de mi raptor en Persia, 
esclavizada en Grecia bajo el poder romano, 
convertida en vestal en las tierras de Egipto,
ofrecida a los dioses en ritos milenarios 
vendida en el desierto 
o canjeada como una mercancía.

Vengo de ser apedreada por adúltera 
en las calles de Jerusalén 
por una turba de hipócritas, 
pecadores de todas las especies 
que clamaban al cielo mi castigo.

He sido mutilada en muchos pueblos 
para privar mi cuerpo de placeres
y convertida en animal de carga, 
trabajadora y paridora de la especie.
Me han violado sin límite 

en todos los rincones del planeta 
sin que cuente mi edad madura o tierna 
o importe mi color o mi estatura.

Debí servir ayer a los señores, 
prestarme a sus deseos, 
entregarme, donarme, destruirme, 
olvidarme de ser una entre miles.

He sido barragana de un señor en Castilla, 
esposa de un marqués 
y concubina de un comerciante griego, 
prostituta en Bombay y en Filipinas 
y siempre ha sido igual mi tratamiento.

De unos y de otros siempre esclava, 
de unos y de otros dependiente, 
menor de edad en todos los asuntos, 
invisible en la historia más lejana
y olvidada en la historia más reciente.

Yo no tuve la luz del alfabeto.
Durante largos siglos 
aboné con mis lágrimas 
la tierra que debí cultivar 
desde mi infancia.

He recorrido el mundo 
en millares de vidas 
que me han sido entregadas 
una a una y he conocido 
a todos los hombres del planeta.

Los grandes y pequeños, 
los bravos y cobardes, 
los viles, los honestos, 
los buenos, los terribles, 
mas casi todos llevan 
la marca de los tiempos.
Unos manejan vidas 
como amos y señores, 
asfixian, aprisionan y aniquilan. 
Otros dejan almas 
comercian con ideas, 
asustan o seducen, 
manipulan y oprimen.

Unos cuentan las horas 
con el rutilo del hombre 
atravesado en medio de la angustia. 
Otros viajan desnudos 
por su propio desierto 
y duermen con la muerte 
en la mitad del día.

Yo los conozco a todos, 
estuve cerca de unos y de otros, 
sirviendo cada día, 
recogiendo migajas, 
bajando la cerviz a cada paso, 
cumpliendo con mi karma.

He recorrido todos los caminos 
he arañado paredes y ensayado silencios 
tratando de cumplir con el mandato 
de ser como ellos quieren 
mas no lo he conseguido.

Jamás se permitió que yo escogiera 
el rumbo de mi vida. 
He caminado siempre en una disyuntiva 
ser santa o prostituta.

He conocido el odio de los inquisidores 
que a nombre de la santa madre iglesia 
condenaron mi cuerpo a su servicio 
y a las infames llamas de la hoguera.
Me han llamado de múltiples maneras: 
bruja, loca, adivina, pervertida, 
aliada de satán, 
esclava de la carne, 
seductora, ninfómana, 
culpable de los males de la tierra.

Pero seguí viviendo, arando, 
cosechando, cosiendo, 
construyendo, cocinando, tejiendo, 
curando, protegiendo, pariendo, 
criando, amamantando, cuidando 
y sobre todo amando.

He poblado la tierra de amos y de esclavos, 
de ricos y mendigos, de genios y de idiotas, 
pero todos tuvieron el calor de mi vientre, 
mi sangre y su alimento 
y se llevaron un poco de mi vida.

Logré sobrevivir a la conquista
brutal y despiadada de Castilla 
en las tierras de América 
pero perdí mis dioses y mi tierra 
y mi vientre parió gente mestiza 
después que el amo 
me tomó por la fuerza.

Y en este continente mancillado 
proseguí mi existencia 
cargada de dolores cotidianos, 
negra y esclava en medio de la hacienda 
me vi obligada a recibir al amo 
cuantas veces quisiera 
sin poder expresar ninguna queja.

Después fui costurera, 
campesina, sirvienta, labradora, 
madre de muchos hijos miserables, 
vendedora ambulante, curandera, 
cuidadora de niños o de ancianos, 
artesana de manos prodigiosas, 
tejedora, bordadora, obrera, 
maestra, secretaria, enfermera, 
siempre sirviendo a todos,
convertida en abeja o sementera
cumpliendo las tareas más ingratas 
moldeada como cántaro por las manos ajenas.

Y un día me dolí de mis angustias 
un día me cansé de mis trajines, 
abandoné el desierto y el océano, 
bajé de la montaña, 
atravesé las selvas y confines 
y convertí mi voz dulce y tranquila, 
en bocina del viento
en grito universal y enloquecido.

Y convoqué a la viuda, a la casada, 
a la mujer del pueblo, a la soltera, 
a la madre angustiada, a la fea, 
a la recién parida, a la violada, 
a la triste, a la callada, a la hermosa, 
a la pobre, a la afligida, a la ignorante, 
a la fiel, a la engañada, a la prostituida.

Vinieron miles de mujeres juntas 
a escuchar mis arengas, 
se habló de los dolores milenarios, 
de las largas cadenas 
que los siglos nos cargaron a cuestas.
Y formamos con todas nuestras quejas 
un caudaloso río 
que empezó a recorrer el universo
ahogando la injusticia y el olvido.

El mundo se quedó paralizado
los hombres y mujeres no caminaron 
se pararon las máquinas, los tornos, 
los grandes edificios y las fábricas 
ministerios y hoteles, talleres y oficinas, 
hospitales y tiendas, hogares y cocinas.

Las mujeres, por fin, lo descubrimos.
¡Somos tan poderosas como ellos 
y somos muchas más sobre la tierra!
¡Más que el silencio 
y más que el sufrimiento!
¡Más que la infamia 
y más que la miseria!
Que este canto resuene 
en las lejanas tierras de Indochina 
en las arenas cálidas del África, 
en Alaska y América Latina, 
llamando a la igualdad entre los géneros 
a construir un mundo solidario 
–distinto, horizontal, sin poderíos- 
a conjugar ternura, paz y vida, 
a beber de la ciencia sin distingos, 
a derrotar el odio y los prejuicios, 
el poder de unos pocos, 
las mezquinas fronteras, 
a amasar con las manos de ambos sexos 
el pan de la existencia.

Jenny Londoño, Reencarnaciones